El trono que Isaias miró entre asombro y pasmo de ardientes serafines temido y venerado no fue sino figura de aquese solio sacro en donde amor divino nos pone a Dios humano. Y así a los serafines, en voz, en amor y pureza imitando entre uno y otro coro, alegres repitamos: Sancto, sancto, sancto, Señor y Dios de ejercitos sagrados pues ya toda la tierra de vuestro amor y gloria se ha llenado. Y puesto que indigno, Señor soberano, de vuestra admiranza[?] sere nuestro labio una ascua[?] de guerra divina que le purifique y disponga dejando el pecho encendido, el alma abrazada y el corazón sin resabios de humano. Porque nuestras voces logren vuestro agrado cuando acordes digan: Sancto, sancto, sancto, Señor y Dios de ejercitos sagrados pues ya toda la tierra de vuestro amor y gloria se ha llenado.